No quiero hablar de él. Ni me lo menciones por error. Es una lata. Y creo que tengo razones suficientes para haber llegado a esta conclusión.
Verás. Es cursi. Y celoso. MUY celoso. Infantil. A veces me conmueve y otras más solo me aburre. Es lindo y es bello pero luego se convierte en el más traicionero de todos. Me alegra y me lastima. Me apoya y me apuñala. Me encanta, me ilusiona y me divierte como loca y al final, simplemente me deja. Me decepciona. Me amarga. Me hace inútil, aunque no creo sea un problema serio porque yo le he utilizado. Me da confianza. Me tranquiliza. Me hace feliz. ¿Y para qué? Para nada. Para confundirme, ponerme nerviosa y provocarme la más profunda depresión. Me desmoraliza. Es egoísta. Y cree que todo mundo debe girar a su alrededor. No mide las consecuencias. Y siempre se las ingenia para que yo caiga en su juego.
Pero no lo odio. No podría. Ni tampoco rechazarlo. Es inevitable. Soy tan débil ante sus caricias, ante sus besos, ante sus detalles y todos sus halagos. Y ese cosquilleo que provoca en mi interior es un placer que no sé describir con palabras pero le deseo. Lo necesito. Me inspira. Y me da una energía increíble que me hace sentir viva.
Sin embargo, ya no quiero hablar de él. ¡Ni pensar en él! Ni invocarlo. Ni apreciarlo. Ni quererlo. Ni buscarlo. ¡Ni nada de nada!
Porque siento que se me escapa el aire entre cada suspiro que brota de mis labios con sólo imaginármelo que podría estar ahí, afuera, esperando por mi.
Porque creo que mi existencia estaría mucho mejor si él nunca hubiera aparecido en mi vida.
Porque es imposible. Así es el amor. Sí. Así es él. Y ya no quiero seguir hablando de ello.
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